Por Mía Rivero Guerrero
El húmedo amanecer del invierno era algo que ni
siquiera podía seguir siendo pensado en las calles de Lima. No porque
haya dejado de existir sino porque no había tiempo para pensar en esas cosas.
Ya no podían disfrutarse los aires fríos de las mañanas Miraflorinas, en las
que el mar solía ser saboreado. Las neblinas de Lima generaban una sensación
ineluctable de no poder ver ni verse. El cielo gris de la ciudad hacía pensar
que lo que uno miraba era nada más que el mismo asfalto. Es entonces cuando el
olor nauseabundo tan presente de pólvora hacía desear un diferente amanecer.
Eran las cinco de la
mañana y a Marcos lo despertó el ruido de la tele que yacía en una habitación contigua.
Abrió los ojos, de golpe y miro la cama de su hermano menor que estaba junto a
la suya.
No hay problema, él
sigue allí, pensó Marcos.
Decidió ponerse de
pie e ir a revisar a la habitación de al lado. Bajó los pies de la cama y los
puso en sus zapatos de entrecasa, que no siempre los habían sido. Recordó en
ese instante el olor del césped fresco que pisaban esos zapatos cuando salía a
jugar con sus amigos en las tardes de hace dos veranos. La guerra se había
apoderado de la ciudad, el conflicto interno hacía temer a todos. Las madres ya
no permitían que sus hijos salieran en las tardes y noches a jugar fuera. Estaban
atemorizadas. Lo menos peligroso que existía era su hogar, en donde la familia
podía reunirse y conversar brevemente sobre lo que acontecía en las calles, con
el fin de prevenir y cuidarse entre ellos, encomendándose muchas de estas
familias al santo de su devoción mientras los niños dormían en los muebles con
la cabeza apoyada sobre el regazo de sus madres.
Cuando Marcos se
incorporó, decidió, primero, ver si realmente su hermano estaba bien. Se acercó
sigilosamente, vio que estaba tranquilo, durmiendo, al parecer, profundamente y
lo cubrió nuevamente con la frazada, su pierna estaba destapada.
Se dirigió en
seguida hacia la puerta.
Marcos, ¿ya te
levantaste?— Si todavía es temprano…- se escuchó una voz a lo lejos.
La mamá de Marcos
era una persona encantadora. Siempre tan simpática en su trato, muy comprensiva
e interesada por el resto.
Era relativamente alta, tenía unos ojos muy expresivos y una sonrisa difícil de olvidar.
¡Mamá, lo que pasa... es que… escuché el televisor! Yo pensé que era... Me asusté un poco- dijo Marcos.
Era relativamente alta, tenía unos ojos muy expresivos y una sonrisa difícil de olvidar.
¡Mamá, lo que pasa... es que… escuché el televisor! Yo pensé que era... Me asusté un poco- dijo Marcos.
No Marcos, fui yo.
Recuerda que tenemos que estar alertas siempre… por eso yo me levanto temprano
y más ahora que tu papá no está.
Marcos todavía recordaba
aquella noche en la que su papá tuvo que partir. Era necesario- se repetía
Marcos constantemente. Además, para Marcos resultaba difícil si quiera imaginar
que su padre lo había dejado y mucho peor aún abandonado a su suerte junto con
su familia en estos tiempos.
Marcos recordaba las
últimas palabras de su padre: Marcos, yo estoy asumiendo una gran
responsabilidad, no espero menos de ti. Confío que tú te encargaras de lo que
suceda aquí.
Marcos entendió el
mensaje y decidió asumir la responsabilidad de la orden que le daba su padre, a
sus 12 años. Si tenía que quedarse en casa cuidando de su madre y su hermano
menor, lo haría. No solo por el hecho de que sean su familia, sino también
porque era su padre quien se lo había dicho.
Ahora que lo
recuerdo bien- pensaba Marcos- mi papá es un hombre admirable siempre tan
dispuesto a ayudar al otro, pensando siempre en cómo estaba mamá, cuidándonos a
mí a mi hermano… No podría deshonrarlo. Es mi deber cuidar a mi familia. Pero
tengo un secreto, nadie puede saberlo…
¡Marcos!, en qué
piensas, te estaba hablando- dijo su madre preocupada por las ahora tan
frecuentes ausencias de Marcos.
Sí mamá, ya sé que
mi papá no está, pero sabes que en su lugar me he quedado yo
Decidieron bajar a
desayunar. A pesar de ser temprano habían guardado pan del día anterior. La
mamá de Marcos, la señora Fernández, había preparado quaker para Marcos y
Benjamín. Ella decía que era lo necesario para hacerse grandes y fuertes. La
mesa estaba bellamente arreglada, cuatro sillas, un mantel blanco, servilletas
de tela blanca, tres tazas, 4 panes al centro de la mesa en una panera de
mimbre y tela naranja.
La señora Fernández
dejó a Marcos en la cocina y subió rápidamente a pasarle la voz a Benjamín.
Benjamín tenía 4 años, era un niño que endulzaba a quien lo veía. Su ternura
hacía que, sin duda alguna, uno se enamore de él. Benjamín, muy somnoliento aún,
se despertó sobándose los ojos. Se puso de pie y tomó inmediatamente la mano de
su mamá.
A pesar de todo,
Benjamín sentía miedo. Pareciese que no entendía muy bien lo que ocurría, pero
su alta sensibilidad hacía que no se le escapara nada de la vista.
Mamá, mamá… me dio
miedo mi sueño.
Qué soñaste
Benjamín- dijo la Señora Fernández mientras bajaban las escaleras rumbo a la
cocina para desayunar.
Había unas orejas
grandes y dos ojos que me miraban- dijo Benjamín
La Señora Fernández,
dedicada a la psicología infantil, con el tiempo había entendido que era parte
de la profesión el no analizar a sus hijos. Dejó, entonces, a un lado, toda
posible interpretación que se le pudiera venir a la mente respecto a lo que
Benjamín vivía en estos días, pero no pudo dejar de pensar en que los niños
percibían lo alerta que se debía de estar por esos días.
Benjamín empezó a
llorar.
Tranquilo hijo, ya
pasó, mamá está aquí, está aquí contigo- dijo la Señora Fernández, deteniéndose
en la escalera.
Inmediatamente
escuchó unas pisadas que se dirigían a toda prisa a donde ella estaba. Era
Marcos.
Mamá, ¿que
pasó?-dijo Marcos levantando la voz por el susto.
Nada Marcos. Vamos.
Vamos a tomar desayuno que el quaker se debe estar enfriando.
Bajando las escaleras
se dirigieron rumbo a la cocina.
Luego de desayunar,
su madre salió a comprar ese sábado el periódico. Los niños no tenían colegio.
Así que era más fácil para ella salir. Más fácil para ella porque sabía que
estaban en casa. Aunque cuando uno está relacionado de algún modo con los
militares siempre se está en riesgo.
El esposo de la
señora Fernández era médico afiliado a la milicia del Perú. Su trabajo como el
de cualquier médico era difícil y se complicaba aún más ahora que tenían que
responder a las demandas del sistema.
Al llegar al puesto
de periódicos, la Señora Fernández, no se sorprendió al ver los titulares:
julio de 1992, Nuevo ataque terrorista.
Están avanzado- pensó.
Era inevitable por aquel entonces no preocuparse por el terrorismo, que ya
estaba pisando las calles de Lima. Las noticias de los cochebombas empezaban a
escucharse por todos lados. Las personas caminaban atemorizadas. Los toques de
queda, es decir, las restricciones para salir de noche, limitaban las vidas de
muchos limeños en aquella época. Y eso era en Lima- pensaba la señora
Fernández- qué sería en Ayacucho donde se había iniciado el terrorismo. Y mis
hijos- pensaba- tengo que cuidar a mis hijos- se repetía así misma.
En esos tiempos, en
Lima la gente se miraba con recelo, había que desconfiar de todos. El enemigo
podía estar en cualquier lado. Los terrucos se metían a las plazas, edificios,
condominios. No respetaban nada. Y lo que era peor aún es que cualquiera podía
serlo o incluso más terrible aún: cualquier podía ser confundido por uno de
ellos.
La señora Fernández
regresó a su casa pensativa y es que tenía un mal presentimiento. Son ideas
mías- pensó.
La noche de ese
sábado transcurría muy lentamente. Marcos estaba ayudando a su mamá a poner la
mesa.
Marcos, pásale la
voz a Benjamín que ya es hora de su baño antes de cenar- dijo la señora
Fernández
Marcos obediente
subió al cuarto donde dormían, pero no
lo encontró. Asumió entonces que debía
estar jugando en el dormitorio de mamá. Se dirigió a este pero tampoco lo
ubicó.
Una sensación
extraña se empezó a apropiar de Marcos.
Mamá…- dijo Marcos,
No encuentro a Benjamín.
La señora Fernández
dejó caer la vajilla que lavaba. Inmediatamente corrió buscándolo por cada
habitación de la casa gritando su nombre.
Benjamín… Benjamín…
¿Dónde estás?- preguntaba.
Trato de hacer
memoria, de pensar pero se le venían tantas imágenes a la mente que no
comprendía que es lo que sucedía. Tengo que calmarme- pensó.
Recordó entonces, en
ese momento, la tarde en la que había estado viendo dibujos con Benjamín y el inesperado
corte de la producción infantil para mostrar las imágenes de lo que acontecía
en provincia como consecuencia del terrorismo de la zona. Recordó también esa
pregunta y comentario tan inocente que había hecho Benjamín.
¿Mi papá está allí?-
le preguntó en ese entonces.
Sí, él está allí. Es
un héroe- le había contestado ella
Pero lo que más le
preocupaba es que él le había dicho allí iré yo.
Esas simples
palabras, esas palabras que ella no había tomado en cuenta la hacían temblar y
sudar de miedo. Temía que su hijo haya salido en busca de encontrarse con su
padre… Y que esté ahora perdido, en la calle sin saber a dónde ir, además del
peligro… De los malditos terrucos que podían dañar a su bebé.
Salió desesperada a
buscarlo por la calle. No se puede haber ido muy lejos-pensó.
Marcos, quédate aquí
por si llega-le dijo su madre, tomando un abrigo y saliendo inmediatamente a
buscar a Benjamín.
Marcos acató las órdenes
de su mamá, pero solo fue por un breve instante.
Mi papá me encargó
que cuidara de mi familia. Tengo que buscar a Benjamín- se dijo.
Salió de la casa
presuroso, en busca de su hermano.
Marcos conocía mejor
que su madre donde podía estar Benjamín. Se dirigió rumbo al parque central, la
calle aledaña a la parroquia de la zona, que estaba cerca de su casa, pero no
encontró nada. Camino por varias calles con el deseo de encontrarse con su
hermano, pero no encontró nada. Cuando ya estaba de regreso, se escuchó de
pronto una explosión no de tan lejos.
Benjamín. Mamá-
pensó
Salió corriendo
rumbo de dónde provenía ese color amarillo anaranjado brillante. Estaba por
llegar y sintió una punzada en el corazón, dolor y mareos. Ya no podía más. No
sabía si era por lo mucho que había corrido o el daño que podía significar no
ver a su mamá ni Benjamín nunca más.
Había mucha gente en
el lugar: policías, bomberos y gente herida. Vio que su madre estaba allí.
Marcos no entendía
que pasaba. Su madre lloraba, gritaba….
Marcos- escuchaba
Marcos que su madre gritaba desesperada mirando la explosión
Marcos- una vez más
era gritado por su madre
Marcos no entendía.
Algo andaba mal.
No es posible. No
hay forma- pensaba Marcos. De pronto sintió náuseas, mareos. Calló al piso de
golpe, arrodillado. ¿Cómo era posible que su madre gritase su nombre? Si él
estaba allí parado viendo la explosión.
¿Dónde estaba
Benjamín además? ¿Qué es lo que había sucedido?
Vio entonces que su
madre se acercaba a un pequeño a taparle los ojos. Y cuando Marcos pudo ver
mejor… Se percató que no se trataba de una explosión, que el ruido fuerte había
sido de un tiroteo. Aún no distinguía muy bien si era de un enfrentamiento.
Marcos empezó cada
vez a entender menos.
Su madre lloraba. Y
ese pequeño que tenía abrazado lucía como Benjamín.
¡Lo encontró!- pensó
Marcos.
Pero algo pasaba con
él, conmigo: Marcos. Empecé a no sentir mis piernas, no pude incorporarme (al
menos no de la forma que yo deseaba). Empecé a sentir mucho frío y repentinamente
mayor ligereza.
Me incorporé. Empecé
a caminar a donde estaba mi madre para decirle que no me llamara que yo ya
había llegado.
A medida que
caminaba, que me acercaba a ella, vi varios cuerpos en el piso. Uno de ellos me
resultaba muy familiar. Era yo. Yo estaba muerto. Yo había muerto. Tenía 12
años. Era un niño casi adolescente. Era un hombre. La policía me había matado.
Me confundieron con un terruco. ¡Malditos!-pensé. Defraudé a mi padre. Defraudé
a mi madre. Y no sé si fue bueno o malo pero mi mamá nunca se enteró de mi
secreto. Mi mamá nunca se enteró que, desde que empezó esta guerra, sueño con
monstruos bajo la cama.
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